lunes, 4 de mayo de 2009

Reflexiones filosóficas de un cuerpo desnudo sobre sí mismo




“Tan extraño como siempre, mi cuerpo frente al espejo, como si no fuera yo, como si fuera otro a quien miro y que me mira como objeto. Pero, ¿es mi cuerpo capaz de mirar sin mí, sin un alma? Ahora me detengo a contemplar mis ojos reflejados en el cristal, ellos son cuerpo y no alma. Entonces reflexiono: ¿Puede mirar mi alma desprovista de los ojos de mi cuerpo? No lo entiendo. Quizás no es sólo mi alma la que mira, tampoco mi cuerpo, sino ambas cosas las que miran en conjunto. Mi alma soy yo. Mi cuerpo soy yo.”
Roberto no dejaba de preguntarse todo lo anterior mientras se examinaba desnudo en el alto espejo de su habitación. Roberto era amante de la filosofía, y no podemos negar que éste realmente era un chico de preguntas difíciles, las mismas preguntas que llevaron a Platón a pensar en un dualismo entre alma y cuerpo, a Aristóteles a idear su teoría del hilemorfismo y hasta a Nietzsche a decir que el cuerpo era una gran razón. Pero a Roberto no le importaba lo que ya hubiese descubierto Platón, ni Aristóteles, ni Nietzsche; Roberto quería encontrar sus propias conclusiones, aunque éstas ya hubiesen sido dichas por algún filósofo griego desde hace más de veinte siglos, no importaba, lo importante sería concluirlo por sus propios medios. Y el mejor momento que Roberto encontraba para reflexionar era cuando se situaba frente al espejo de su habitación.
¿Cuánto tiempo pasaba Roberto desnudo frente al espejo? Treinta minutos, quizás más, dependiendo de la fluidez de sus pensamientos. ¿Solamente reflexionaba sobre el ancestral problema filosófico que siempre ha versado entre el cuerpo y el alma? Sí, no había cosa mejor qué reflexionar frente al espejo. (Cada tema difícil tiene su lugar perfecto para ser meditado, pero aún no los hemos descifrado todos. Por ahora se ha descubierto que el mejor sitio para pensar en Dios es el bosque y no el templo, para pensar en el futuro conviene más una cafetería, para abordar el pasado es mejor la playa, sobretodo si atardece; el miedo se medita en la bañera y la tristeza frente a una copa de vino).
En una de tantas ocasiones en que Roberto se situaba desnudo frente al espejo de su habitación, entró su madre sin avisar. Al principio la madre se sonrojó, quiso salir sin decir palabra, y si después se le preguntara diría que iba distraída y que su intención había sido entrar al cuarto de baño (excusa por demás estúpida, pues el baño estaba en la planta baja). Pero no dijo nada y tampoco huyó de la embarazosa escena. Roberto tampoco dijo nada, mas él no sentía vergüenza, antes bien giró su cuerpo un poco más hacia la madre, quedando casi de frente, y así poder contemplar mejor la mirada de su visitante. Esos ojos verdes femeninos siempre le habían gustado: tan amantes esas pupilas maternas, tan dadoras de vida, tan enigmáticas. Roberto siempre caía hipnotizado ante esos ojos. ¡Qué fascinante escena la de la madre mirando el cuerpo desnudo del hijo, y el hijo contemplando la mirada avergonzada de la madre! Roberto ni siquiera hacía el esfuerzo por cubrir sus genitales, o darse la vuelta para mostrar su trasero en vez de su masculinidad completa. No, ahí estaba el cuerpo del hijo un poco de frente, un poco de perfil, ante los ojos de la madre, y el reflejo en el espejo evidenciaba claramente todo la corporalidad del muchacho. Era un cuerpo mostrado de una manera tan natural que no encontraba razón suficiente para esconderse, y no porque su pene no estuviese erecto, no, sino porque el cuerpo mismo se mostraba natural y digno de ser revelado sin complejos. La madre lo entendió después de un minuto de estar en el umbral de la puerta sin palabras: el cuerpo del hijo no le era extraño. Mil veces lo había visto nadando en traje de baño y nunca se había sonrojado por tal situación; ahora apenas y contemplaba un poco más de desnudez (aquella de los genitales y el trasero), entonces, ¿por qué habría de avergonzarle ahora mirar aquel cuerpo?
Roberto no habló y siguió mirando los ojos verdes de su madre, y las mejillas de ella dejaron de ser rojas. De la vergüenza pasó a la naturalidad: el cuerpo volvía a ser como antes de la hoja de parra en esa zona de Adán, zona que hoy en día los trajes de baño esconden para evitar caer en la vulgaridad, precisamente la misma que hoy contemplaba la madre en el hijo. Cuando ella se repuso por completo informó relajada: “Roberto, ya vamos a cenar”, a lo que el hijo respondió igualmente sereno: “Sí, ahora voy”. Y la puerta se cerró, aplastando miles de años de falaz moral, de humillación del cuerpo, de razonarlo fuente de los más graves pecados.
“Dios perdone a la religión por haber inmoralizado el cuerpo”, concluyó Roberto.


(La pintura se llama "Eres", de mi buen amigo Efrén Flores, artista plástico de Tampico, Tams).

miércoles, 22 de abril de 2009

Fragmento de mi próximo libro de cuentos, a publicarse por Literalia Editores

De cuando las mujeres desaparecieron de la tierra

Las mujeres fueron borradas de la tierra como un escarmiento de Dios hacia los hombres. Al principio renegaron y maldijeron la hora en que Dios había nacido. Luego se arrepintieron de sus actos machistas y rogaron a Dios que devolviera a las mujeres. Pero Dios permaneció callado. Después los hombres asumieron lo ocurrido y buscaron suplantar el hueco que habían dejado las hembras en el universo. Primero intentaron hacer el amor con animales, pero tales mañas trajeron consigo enfermedades hasta antes desconocidas y la muerte de millones de varones, cuadrúpedos, reptiles, primates e invertebrados. Luego tuvieron que conformarse con la autosatisfacción, pero ésta pronto se volvió aburrida, pues ya de jóvenes todos la habían practicado, y los que ahora eran jóvenes anhelaban dar el brinco a placeres más loables. Fue entonces cuando se vieron obligados a aceptar lo que desde hace tiempo habían pensado pero por dignidad se habían negado realizar. Tuvieron relaciones con otros hombres. Toda la humanidad se volvió homosexual, y vieron que aquello no era tan malo como habían imaginado, y pronto se olvidaron de que las mujeres alguna vez habían habitado la Tierra.
Los meses pasaron y la población se reducía a pasos agigantados, pues morían millones cada día y no había modo de restituir la especie...